El cine de Wong Kar-wai: Chungking Express (1994)
“We're all unlucky in love sometimes. When I am, I go jogging. The body loses water when you jog, so you have none left for tears.”
Pocos directores en el mundo tienen el ojo de Wong Kar-wai. Pocos pueden filmar lo humano como etéreo y construir significado a través de un realismo que suele desvanecerse en pura abstracción. Es a partir de su talento formal que construye una infinidad que existe en cada una de sus escenas, ciudades y que habita entre sus personajes; él teje una atmósfera de melancolía que envuelve todo a su alrededor, pero sin ser lo suficientemente gruesa o asfixiante como para cubrir todo rayo de esperanza. Sus personajes se encuentran entre millones de personas y viven y aman dentro de una microrealidad de ensueño definida por una nostalgia hacia algo finito, aún desconocido, y por consiguiente, que se siente perdido.
El primer policía, 223, tiene el corazón roto. Él ignora sus problemas a través de los excesos: las noches en vela, los maratones de películas, el consumo exagerado de comida, la desesperación por encontrar una mujer, las carreras e incluso la violencia. Todas estas cosas son manifestaciones de lo mismo: su insistencia en aferrarse a las esperanzas que radican en el tiempo. Pero su relación amorosa, lo quiera o no, expiró y es sólo a través de la sutil amabilidad de una desconocida, de ese vínculo esporádico pero eternizado en su recuerdo, que en un día de lluvia él logra mirar hacia el horizonte y sonreír. El amor expira; el recuerdo, tal vez y con un poco de suerte, no —y eso es suficiente.
Lin también está atrapada. Su problema, menos transparente, se manifiesta en su trabajo. Ella usa una peluca, un piloto por si llueve y anteojos por si sale el sol; no se permite abrirse al mundo tal y como es; se protege ante la posibilidad de aquello que más la asusta: el cambio. Sin embargo, tal y como revela en uno de sus monólogos internos, las personas cambian, y si eso es cierto, entonces no está todo perdido. Es justamente al darse cuenta de que existen personas que valen la pena —desde el indio que se rehusó a traicionar a su hija hasta el policía 223 que la cuidó por una noche entera sin siquiera conocerla— que decide cambiar. Acto seguido asesina a su jefe, se quita la peluca y sigue adelante con su vida. Pero esto no sólo simboliza su liberación personal; esconde también un subtexto político igualmente trascendente: el fin de una era paternalista entre Hong Kong y el Reino Unido (la peluca rubia cae en frente de una lata con fecha de caducidad y una botella que dice «Sol» y representa el amanecer, es decir, un nuevo comienzo) y el principio de otra igualmente compleja con China continental. La prostituta, por su lado, sigue perdida en los placeres terrenales; bailando y bebiendo con su peluca puesta; ignorando el frenesí de un mundo que jamás volverá a ser el mismo.
Hong Kong ya no es Hong Kong. La metrópolis se volvió irreconocible; lo idiosincrásico pasó a ser puramente anecdótico. Su corta historia y compleja relación tanto con el Reino Unido como con China atentaron contra cualquier posibilidad de resistencia ante el avance de un proceso de globalización que estalló en los 90. La ciudad, ahora teñida de logos de marcas multinacionales, alberga millones de personas que hablan millones de idiomas, y que en su paso efímero y transitorio por esas calles sin nombre, traen el reino totalizante de lo desconocido. La invasión cultural —por no encontrar un mejor término para usar ya que claramente no se dio una integración, sino algo mucho más unilateral— está en todos lados: en la ciudad, en las personas (el jefe angloparlante de Lin que busca intimidad en lo parecido; el nombre de la ex novia de 223; etcétera), en la música en inglés, en la peluca rubia de Lin, y por sobre todas las cosas, en los dos policías cuyos nombres desconocemos y a quienes nos referimos a través de dos números, cada uno inherente a sus respectivos trabajos, en una clara referencia al carácter deshumanizante del capitalismo contemporáneo. A su vez, tal y como expliqué en el caso del policía 223, la importancia del consumo en la película es absoluta; no sólo un personaje se identifica con latas caducadas, sino que otro, por ejemplo, emprende conversaciones con objetos inanimados que busca humanizar.
El segundo policía, 663, está deprimido porque su novia lo abandonó por otro hombre. Su desastrosa casa representa su estado interior. Además tiene problemas para comunicarse: no sabe qué quiere su amada —y luego ignora su carta—, no escucha a Faye por el volumen de la música (o la inmensidad ensordecedora de una metrópolis multitudinaria y cosmopolita), y como dije antes, hasta recurre a hablar con artículos de limpieza, juguetes, etcétera.
Faye, por su lado, es curiosa y desea algo que no puede articular correctamente. Paso a paso descubre sus sentimientos, y al hacerse cargo de la casa del policía 663 sin su consentimiento, invade su vida y lo ayuda a ordenarla. Al mismo tiempo, esa casa funciona como un Hong Kong de cuatro paredes: un espacio habitado por las mismas personas, pero vivido y experimentado separadamente. Cada encuentro físico, no importa cuán cercano sea, representa al mismo tiempo la posibilidad e imposibilidad de una conexión y futuro mejor con el otro.
Asimismo, la inundación de la casa tiene un doble significado: es el punto culmine de la tristeza propia del desamor —a partir de ahí sólo queda mejorar— y la «limpieza» de aquello que antes estaba sucio y desmejorado, de lo impuro, próximo a ser purificado y renacer. Algo parecido sucede con los aviones: si representan el amor, entonces Faye, al sumergirlos en la pecera, no sólo está marcando el comienzo de un final, sino también la purificación del propio símbolo, necesaria para su posterior resignificación.
California es el amor; o por lo menos es la idealización del amor (que también esconde otra crítica política). De ahí la constante repetición de California Dreamin'. Faye, confundida, no termina de entender qué quiere y cristaliza sus sentimientos en la dimensión literal de lo simbólico. Y se equivoca, porque lo bueno no está allá, sino que siempre estuvo acá; California es donde sea que esté el policía 663, y eso es suficiente.
Chungking Express (1994), sustancial y virtuosa, lejos de ser un simple ejercicio formal, es otra prueba del inmenso talento de un director que es mucho más que una puerta de entrada hacia Oriente. No todo está en el step-printing; sólo hay que tener la voluntad de mirar.