“As I was leaving, I asked if he'd give me a ride home. I hadn't ridden on a motorcycle in a long time. Actually, I hadn't been that close to a man for a while. The road wasn't that long, and I knew I'd be getting off soon. But at that moment I felt such warmth.”
Hace poco más de un año tuve una discusión con dos amigos sobre las distintas formas en las que puede abordarse el arte. En mi caso, la vinculación con la obra, independientemente de si existe o no una intención crítica, suele estar encadenada a una búsqueda inexorable de significado. Es desesperada porque tal vez sea una necesidad innecesaria y es agotadora porque es constante —tal vez eso les diga algo sobre mi forma de ser. De una manera u otra es ineludible.
En mi relación con el cine esta búsqueda siempre está presente; el balance y la armonía perfecta entre la forma y la sustancia, entre las proporciones y lo sublime, suele estar vinculado, conscientemente o no, a lo que busco y no encuentro en el día a día. Cuando el qué y el cómo se entrelazan como si fueran inseparables el uno del otro, el resultado esperable es la perfección. Pero lo curioso no es eso, tal vez obvio, sino qué sucede cundo esa unión se vuelve borrosa hasta tal punto que resulta indistinguible, y sin embargo, la sensación que me llevo es la misma. Es ese placer, el que nace tal vez de lo puramente instintivo, de lo inefable, que escapa de lo racional, el que me descoloca. El sentimiento es el mismo, la satisfacción es harta conocida, pero la razón, el fundamento, me excede por completo.
Tal vez el enfoque es el equivocado; es muy probable que el deleite que nos produce una obra se cocine primero en el terreno de lo emocional, de aquello que no podemos articular, adjetivar o describir con facilidad, de nuestra experiencia subjetiva, y que luego seamos nosotros, en nuestra ambición patética, quienes racionalizamos aquello que también está para ser analizado, pero que en primera instancia simplemente nos gustó. Otros, desde una perspectiva en mi opinión condenada al fracaso, argumentarán que si eso sucede, por ejemplo en el cine, es porque existe cierto virtuosismo detrás (tradúzcase como la dirección de Spielberg, los diálogos de Stillman, la fotografía de Doyle o la música de Williams). Cualquiera sea el caso, en este texto pretendo hablar un poco más sobre las sensaciones que Fallen Angels (1995) me generó, en mi primer visionado fuertemente atravesadas por todo lo desarrollado anteriormente, para luego, haciéndole honor tanto a mi personalidad como a lo que suelo hacer en este Substack, analizarla minuciosamente e intentar comprender aquello que para muchos no necesita ser comprendido.
La filmografía de Richard Linklater, director de películas como School of Rock (2003) y Boyhood (2014), aunque no me entusiasme particularmente, suele despertarme sensaciones similares a las descritas anteriormente. A continuación voy a transcribir el brevísimo comentario que publiqué sobre Dazed and Confused (1993), una de sus primeras películas, el año pasado en Letterboxd:
“The combination of joy, nostalgia and existential angst this movie made me feel is, to say the least, quite special. Not many films achieve it, but God, it's a precious feeling, isn't it?“
En Before Sunrise (1995) Linklater logra algo parecido. Sin ser tan buena como su continuación, la primera entrega de la trilogía logra crear una micro-realidad de ensueño; un velo invisible que te envuelve y adentra en un mundo imaginario, en un cuento de hadas. Y en Fallen Angels, aunque sin un tercio de esa magia edulcorada, sucede lo mismo.
Otro ejemplo que se me ocurre es una brevísima novela de Haruki Murakami: After Dark (2004). Para muchos es una de las peores cosas que escribió en su vida; yo puedo decir que ocupa un grato lugar en mi memoria, no por su discutida calidad literaria, sino por la inmersión que cada una de sus páginas genera. Sucede todo en una misma noche; los bares y moteles de Tokio, sus callejones, el jazz de fondo, los personajes extraños y marginales, las prostitutas, las bandas delictivas, los oficinistas; todos son indispensables para contar una historia que en su particularidad no trata necesariamente de ninguno, pero que al mismo tiempo se siente absolutamente personal y universal. Nuevamente, y perdón por repetirlo, esto sucede en Fallen Angels.
El quinto largometraje de Wong Kar-wai es flagrantemente primoroso, y en contraposición a lo que creen muchos, está repleto de ideas y escapa de la llana experimentación estilística. El error más común es creer que Fallen Angels no es más que un ejercicio formal nacido de los restos de Chungking Express (1994). Como tal, se la suele destacar únicamente por su componente estético-autoral; como si su valor fuera sólo producto del sufrimiento de Michelle Reis frente a una especie de jukebox, del step-printing tan propio del director o de su pertenencia, para mí sumamente forzada, a lo que algunos denominan hyperlink cinema. Espero que el próximo análisis los ayude a sacar sus propias conclusiones.
Creo que lo más evidente a la hora de analizar Fallen Angels es como continúa y expande algunos de los temas de su predecesora. Esa melancolía esperanzadora, propia de las posibilidades e imposibilidades espacio-temporales en cuanto a las relaciones humanas, sigue siendo importantísima en esta película.
La agente va a la casa de su compañero constantemente, pero sólo cuando él no está ahí; ambos frecuentan el mismo bar por separado; incluso cuando uno de ellos hace un avance y organiza un encuentro, luego no asiste. Hay dos planos muy interesantes que reflejan esto: por un lado, después de uno de los tiroteos, tras escapar de sus perseguidores y antes de llegar a su casa, el asesino se apoya sobre una pared repleta de papeles, dolorido, sangrando por culpa de un disparo que recibió en el brazo; por el otro, la agente, triste, en la escena en la cual ella lo espera y él nunca aparece, se reposa sobre la misma pared. El simbolismo es evidente: ambos sienten dolor pero no lo comparten. Hay una conexión ahí: el sentimiento; pero también una desconexión: el tiempo y el lugar. E incluso si existiera un vínculo romántico recíproco, este se expresa sexualmente por separado: ella se masturba en el cuarto de él; él tiene sexo con una chica con la que nunca termina de comprometerse.
Siguiendo esa línea de razonamiento, lo mismo sucede en el caso de la segunda historia. Ho Chi-mo irrumpe en negocios ajenos para trabajar de noche. Él está ahí cuando los dueños verdaderos están ausentes; él fuerza a su clientela a asumir un rol consumista en contra de su voluntad; a ocupar un espacio en el que no quieren estar, y por consiguiente, se materializa otra vez esa desconexión espacio-temporal que tanto le obsesiona al director. Y esto también abarca a su padre, que antes de morir, reniega de las filmaciones de su hijo, pero luego, en su ausencia, las disfruta como si fueran recuerdos felices. Tras su muerte sucede algo parecido: ellos vuelven a estar juntos, en el mismo espacio a través de los videos, si se quiere, pero separados por la inevitabilidad del tiempo. Y eso, por supuesto, también dice mucho sobre lo que significa el cine para Wong.
La imposibilidad es un tema fundamental en la película. Esta suele manifestarse a través de los planos en blanco y negro: la invitación a la boda tirada por la ventana, la tristeza de la agente tras escuchar la canción elegida por el asesino —que, justamente, trata sobre el olvido—, el amor no correspondido entre Ho Chi-mo y Charlie, etcétera. En un momento, el personaje mudo dice que se enamoró en un día lluvioso. Ahí está nuevamente lo imposible: ese comienzo carga con el germen de su propio final; la lluvia representa el mal augurio.
Pero cuando la imposibilidad es sólo una posibilidad, por probable que sea, queda todavía espacio para algo mejor, para algo más prometedor; un encuentro, una conexión, un vínculo entre toda esa inmensidad gris cotidianamente codificada como «lo urbano». Por eso Fallen Angels es una película melancólicamente optimista: porque deja espacio para el encuentro. “We rub shoulders with many people every day. Some may become close friends or even confidants. That's why I'm always optimistic. Sometimes it hurts. Not to worry —try to stay happy”, dice Ho Chi-mo antes de llevar a la agente a su casa. “As I was leaving, I asked if he’d give me a ride home. I hadn’t ridden on a motorcycle in a long time. Actually, I hadn’t been that close to a man for a while. The road wasn’t that long and I knew I’d be getting off soon. But at that moment I felt such warmth.” Así termina el largometraje, con esa frase. Ahí está todo.
Hay otro punto interesantísimo que Wong Kar-wai sembró en Chungking Express y que en Fallen Angels está aún más desarrollado: el subtexto político. Con esto me refiero a la peculiar situación que atravesaba Hong Kong en ese entonces: su inminente separación del Reino Unido —u Occidente en general— después de años de una independencia discutible, un compañerismo servil y la aceleración de un proceso de globalización desenfrenado.
En el momento de su muerte, el asesino cambia su cosmovisión: resuelve que hay colegas que son buenos para los negocios y que al mismo tiempo representan la imposibilidad de una relación sostenible a largo plazo. Además descubre que quiere cambiar su forma de ser y abandonar la pereza para empezar a decidir por sí mismo. Él dice, valga la redundancia, que no sabe si decidir por sí mismo es una buena decisión, pero que por lo menos es suya. Hong Kong está en ese camino, pero todo cambio conlleva ciertas dificultades. En este caso hablamos de una metrópolis sin historia que abandona lo conocido. La situación no es fácil, la reacción es regresiva; lo propio se vuelve indistinguible de lo ajeno y esta encrucijada se exacerba por el carácter implacable de la globalización y su consecuente desterritorialización de lo simbólico.
El rubio como color de pelo y el amarillo en general cristalizan estas dificultades. Sato, teñida, conoce al asesino en un McDonald’s. A ella no le gusta la fragancia de su nuevo amante; tampoco su saco. Tras llegar a su casa por primera vez, le cambia la remera; e incluso en el restaurante, antes de salir a la calle y mojarse bajo la lluvia, elige las papas amarillas por sobre las coloradas. Charlie, por su lado, fue abandonada por un hombre anglosajón (se llama Johnny o algo por el estilo) y reemplazada por una rubia cualquiera. Acto seguido emprende una aventura con Ho Chi-mo para encontrar a esa «ladrona». El problema es el siguiente: ella no está en ningún lado, sino en todos; no hay persona que no la busque. Y en este caso la búsqueda deviene en violencia, porque la reacción es eso: violencia explícita, frenética y deshumanizante; el lugar, siempre y cuando sea en Hong Kong, da lo mismo; puede darse como una pelea de todos contra todos en un bar o como un desquite físico contra una muñeca inflable, también rubia, que curiosamente es un objeto de consumo y la máxima representación de la cosificación humana. Pero esto no soluciona nada, no trae respuestas; así como Sato se quedó sin el asesino, Charlie, después de todo esto, siguió buscando a su ex y a su prometida. La escena del estadio es inconmensurablemente ilustrativa: Charlie incluso llega a decir, tras haber visto la derrota del equipo de fútbol local frente a un club europeo, que el resultado era inevitable; que al fin y al cabo ellos son «rubios y superiores».
Tras conocer a Charlie y mientras lo susodicho sucede, Ho Chi-mo nota que está volviéndose paulatinamente rubio. Consecuentemente se siente más encantador. Pero esto se desmorona cuando Charlie lo abandona. Su pelo vuelve a ser negro y él aprende una valiosa lección: siempre fue un irresponsable; no debería haber entrado en negocios ajenos impunemente; estos tienen sus propios sentimientos. Hong Kong, aunque para muchos sea un no-lugar y esté habitada por cientos de nacionalidades e incluso ciudadanos que hablan chino con acento ruso, también tiene sus propios sentimientos y hay que respetarlos. Pero tal y como dije previamente, esto no es tan fácil.
El asesino, por ejemplo, parece entusiasmado frente a la oportunidad de abrir su propio negocio. Otros conciudadanos, entre copas, se ofrecen a ayudarlo. Sin embargo esa canción, la que le dejó a su agente, suena allí, en el bar, e impide que él vuelva a pisarlo en el futuro. ¿Por qué? Porque ya está establecido que esa canción representa la imposibilidad del olvido. Él no puede seguir adelante. Lo rubio, lo conocido, nuevamente, está en todas partes, incluso en la cerveza (rubia; de origen europeo) que todos consumen. Cortar la relación —tal y como sucede con Sato y el asesino— es difícil, y en cierto sentido, el director se encarga de construir una equivalencia con el vínculo paternal. Eso explica el monólogo interno del protagonista tras la muerte de su padre. Él siempre se sintió pequeño porque su padre siempre lo protegió y decidió por él; ahora le corresponde ser un adulto, y eso, por supuesto, le da miedo. Pero él no quiere crecer; daría cualquier cosa para que su padre siguiera con él; romper el cordón umbilical es arduo, y en este caso, la muerte del padre, del viejo Hong Kong, comprende también la ruptura de ese vínculo paternalista con potencias extranjeras.
«¿Alguna vez dije que no?», pregunta el cliente al que Ho Chi-mo suele extorsionar para que le de dinero. Eso mismo le pasaba a Hong Kong. Ho Chi-mo, tras aprender su lección, continuó irrumpiendo en negocios ajenos, pero esta vez en aquellos «más fuertes», es decir, al igual que el asesino y la agente en el final de la película, comprende que la asociación con otros es inevitable, pero que tras todos estos años, simbólicamente, Hong Kong es fuerte y está preparada para un nuevo comienzo caracterizado por relaciones profesionales y no permanentes con otros —similar a la relación de una noche que Ho Chi-mo tiene con cada uno de los negocios que invade.
Esa relación tan compleja que definía Hong Kong, al igual que la lata de ananá, tenía su fecha de caducidad grabada. Tras comer la lata, a sus cinco años, Ho Chi-mo se quedó mudo. Ese era el estado de Hong Kong: el de una ciudad muda y sometida a la voluntad de terceros. Pero tras la expiración hay esperanza; así como Charlie, vestida de azafata, ignoró a Ho Chi-mo mientras este actuaba su muerte, el protagonista mudo, sorprendentemente confiado, resuelve que se ha vuelto demasiado guapo y es por eso que ella no lo reconoce. En un mundo que se cree cada vez más conectado cuando en realidad sucede todo lo contrario, donde las personas se definen por su trabajo y lo humano pasa a ser secundario, Wong Kar-wai encuentra ese optimismo melancólico que tanto lo caracteriza. Olvidar el pasado es inaceptable, pero vivir en él también lo es.
La última escena de Fallen Angels es perfecta porque resume aquello que constantemente evoca. Esta película es lo más cercano que hay a un viaje en moto a alta velocidad y bajo las luces fluorescentes de un túnel que se pierde en la noche. Más allá de lo político, de lo simbólico y de lo formal, imaginen esa sensación contradictoria de alegría y melancolía que sienten cuando salen de un boliche un domingo a la mañana y miran por la ventana de un taxi. O, seducidos por lo sublime, piensen en una silueta trazada por Caspar David Friedrich; una que se adentra en la tormenta con la esperanza de encontrar el sol entre las nubes. Bueno, esta película es esa sensación expandida y eternizada —si es que eso tiene valor, y por supuesto, sentido.