The Batman (2022): Slavoj Žižek, Jordan Peterson y la transmutación religiosa del superhéroe
“You know, you really could be doing more for this city.”
The Batman (2022) sucede casi en su totalidad durante la noche. Gotham, esa versión sumamente marginal de Nueva York que parece más instaurada en el imaginario colectivo que cualquier otra ciudad ficticia, se presta como el escenario para la película y funciona como reflejo –en una suerte de causa o consecuencia dependiendo de la corriente filosófica que esté de moda– de las existencias turbias que la habitan. Bruce Wayne, en este contexto, es poco más que un joven enojado; un personaje oscuro, o más que oscuro renegado y ermitaño, que confunde justicia con venganza y actúa en consecuencia. Él es el autodenominado faro moral de la ciudad; una especie de ley del talión andante que imparte retribution a todo aquel que lo merezca bajo sus estándares. Pero hay que recordar que él no es un Dios, si no un hombre, y como tal, «siguiendo una de las corrientes filosóficas de moda», es en gran parte producto de las circunstancias tanto afectivas como materiales que lo engendraron. Así como la falta de un padre que idealiza lo lleva a percibirse como una figura paterna de su ciudad, el desorden propio de su vida, germinado en un pasado de violencia y remordimiento, lo lleva a buscar el orden en lo externo, en el afuera.
Jordan Peterson, doctor en psicología e intelectual de bandera de la derecha americana del 2016, escribió en su bestseller internacional, 12 Rules for Life, un capítulo entero bajo el siguiente título: Set your house in perfect order before you criticize the world, o en español, «Ordená tu casa antes de criticar el mundo». Más allá de los cuestionamientos banales y burlescos que Peterson recibió por su intelectualismo de auto-ayuda, Slavoj Žižek, nuestro hegeliano favorito, lo cuestionó en su debate muy razonablemente: «¿Pero qué sucede si mientras intento poner mi casa en orden, descubro que el desorden se debe precisamente a la forma en la que la sociedad está ordenada? ¿Qué pasa si vivo, por ejemplo, en Corea del Norte? ¿Basta con ordenar mi casa?» El punto es sencillo pero excelente; el sujeto para Žižek es inseparable de la estructura que lo encierra, y en su deseo por algo mejor, puede intentar cambiarse a sí mismo y aquello que lo rodea al mismo tiempo.
Los detractores de Peterson, en parte porque consideran más o menos justificadamente que su individualismo funciona como neutralizador del cambio político, han sido algo injustos; si leen el capítulo de su libro detenidamente, la frase que le da nombre sólo aparece al final; él nunca plantea la existencia de una individualidad disociada de su entorno, sino por el contrario, utiliza la miseria contextual, o más específicamente aún el carácter trágico de la existencia humana, como detonante para la búsqueda de sentido y una mejor vida en general. La idea, en resumen, es la siguiente: el mundo es un lugar cruel y la vida es sufrimiento, ahora bien, la cantidad de luz que una persona puede encontrar en su vida es proporcional a la cantidad de oscuridad que esté dispuesta a confrontar, y por consiguiente, ante la imposibilidad de doblegar la realidad a voluntad, cambiar aquello de lo que sí somos responsables es nuestra mejor oportunidad para hacer de la existencia algo menos trágico. «Si encarás un problema personal con la seriedad que merece, solucionarás simultáneamente un problema social», dice Peterson, parafraseando a Carl Jung. Tal vez él esté equivocado y yo esté siendo algo benévolo, quién sabe, ese no es el punto; el fundamento de la previa digresión es que resulta muy útil para pensar The Batman.
Matt Reeves, el director de la película, plantea a un Bruce Wayne que culpa de su tragedia al caos que impera en Gotham. Él está cegado en distintos sentidos. El primero y más claro es la venganza: el asesinato de sus padres lo dejó huérfano y él expresa su enojo a través de la imposición violenta de su cosmovisión. El segundo es la ingenuidad: él siempre idealizó a su padre y percibió a su familia como víctima del mal para luego darse cuenta de que su legado tampoco escapaba de los grises. El tercero y último es la clase: Bruce no comprende a Selena porque, tal y como ella le dijo, él nació rico y por lo tanto puede darse los gustos de una moral tan rígida; incluso en el último tercio de la cinta, un poco antes del clímax, Bruce podría haber detenido la inundación si hubiera sabido para qué servía el arma homicida del Acertijo, pero en su condición burguesa y a pesar de las infinitas alfombras de su mansión, desconocía lo más elemental del trabajo manual y necesitó de un policía cualquiera para descifrar el enigma.
Pero volvamos al primero; hay algo más ahí. La venganza es por naturaleza la búsqueda de equilibrio subjetivo. En la historia de Batman existe esta necesidad ya elaborada de buscar fuera lo que falta dentro, pero más al fondo, si removemos capas y capas hasta encontrarnos con la quintaesencia de su conducta, observaremos en su comportamiento vengativo una rebeldía hacia algo o alguien; casi como si sus golpes tuvieran en realidad un destinatario y fueran nada más y nada menos que un desafío materializado. Y aquello que se desafía, aquel destinatario, es Dios; pero no Dios en un sentido doctrinario, católico por ejemplo, si no Dios como la idea fundamental y creadora; Dios como el axioma absoluto e irreductible que esencialmente representa y que alcanza todo y a todos por igual. Bruce Wayne desafía a Dios, a aquello que es más grande que él, porque lo considera responsable de su tragedia; en un sentido nos recuerda a Caín, que insatisfecho con Dios y envidioso de Abel, mata a su hermano en un intento de herir a su creador, y como consecuencia, es condenado a abandonar su vida como agricultor para vagar por la tierra como un nómade, portando en su frente una maldición o marca divina que en el miedo que inspiraría, garantizaría su supervivencia.
Al principio de la película, Batman parece haber abandonado cualquier deseo de tener una vida corriente para pasar sus días como una máquina retributiva. La tierra en la que Caín deambula es su noche; la marca que Caín porta es su máscara; y el miedo que la segunda inspira, para Caín causa de sus latidos, es para Batman el único garante de ese orden dentro del desorden que esconde su inconformidad frente al mundo.
La cuestión religiosa no es sólo idea mía; la película exuda trascendencia en un sentido distinguiblemente bíblico. Batman, que renace en un proceso paulatino y sustentado por una esporádica iluminación cálida, se replantea su vida y se hace responsable de aquello que sí puede cambiar. Su vínculo con Selina, Alfred y Gordon funciona como un reencuentro con el mundo que había abandonado; la revisión de sus privilegios de clase, sin mencionar aquellos propios de su género, lo llevaron a cuestionar la rigidez de sus propias convicciones; y la caída (parcial, no completa; probablemente por miedo a ser mal recibido entre los fanáticos) del ideal que encarnaba su padre, además de acelerar lo anteriormente mencionado, lo libera de su nihilismo adolescente para abrir paso a un hombre responsable. Él comprende que la venganza no sólo es destructiva, sino que tampoco basta; él se mira en el espejo y se estremece ante la imagen que le devuelve: el Acertijo y su séquito.
Como dije recién: la venganza no alcanza. Bruce puede castigar un sinfín de criminales, pero siempre habrá más. El trabajo del justiciero vengador es ingrato en su infinitud; al fin y al cabo él es meramente un hombre, no un Dios, y jamás podrá purgar el mal de las calles de Gotham. Lo que sí puede hacer, en cambio, es servir como guía y símbolo de la esperanza. Él, en el clímax, salta hacia una cuerda electrificada como señal de un abnegado sacrificio y cae en picada hacia las rojas aguas del infierno. Sin embargo sale; sobrevive al diluvio; eleva su cabeza por sobre el vital elemento y renace; prende una bengala, corre los escombros que aprisionaban a los heridos y les extiende su mano. En un primer momento se encuentra con aquello que inspiró durante toda la película: miedo. Pero luego las víctimas toman su mano. El primero que lo hace es un niño huérfano en el que se ve reflejado; la segunda persona es la alcaldesa, no por nada una mujer afroamericana, aparente materialización del cambio, que en ese contacto físico reconfirma la transformación del superhéroe. Y a ambos personajes, cabe destacar, los había encontrado previamente en una Iglesia. El círculo está completo. Acto seguido, Batman, que en su mortalidad no puede abrir los mares como Moisés ni porta el arca de Noé, se adentra en las aguas rojas del río Estigia con la esperanza de guiar a todos hacia la orilla.
La señal del murciélago, siempre izada sobre la noche, ahora se ve proyectada durante el día; su significado, además de la transformación del protagonista, radica en la transmutación de los valores que representa para Gotham: si antes era una advertencia que contagiaba miedo, ahora es una luz que pende sobre la ciudad como una cruz y que no es otra cosa que la esperanza.
El Batman de Reeves es un héroe trágico: pierde a sus padres, se consume en la venganza y luego reinventa su propósito en uno colectivo para convertirse en símbolo de la esperanza; incluso si eso conlleva abandonar a su amor, Selina, y en un futuro, probablemente su vida. Él se convierte en héroe para luego sacrificarse al igual que un santo o el personaje de algún mito griego. Su tragedia es doble, pero la diferencia está, justamente, en que el sacrificio la dotó de sentido y trascendencia. Sólo el más acérrimo de los individualistas podría negarlo. Batman cambió y también lo hizo el resto; ahora bien, como preguntaría Žižek, ¿acaso no sucedió todo al mismo tiempo?